Últimamente se habla mucho, y con razón, de la importancia de pensar en la escuela. Congresos como ICOT 2015, propuestas como la del Center for Teaching Thinking de Robert Swartz o los títulos de la Biblioteca de Innovación Educativa de SM son una pequeña muestra. Pero, ¿hay algo de novedoso en todo esto? ¿Acaso el propósito de la educación, en todos sus niveles, no ha sido siempre el de generar conocimiento a través de procesos de pensamiento crítico y reflexivo?
Sin esta habilidad difícilmente lleguaremos a progresar de forma autónoma, a imaginar y crear mundos posibles, a cuestionar otros que no deberían existir y, en definitiva, a ser libres.
Puede que estas nuevas acciones se deban, justamente, a que con los años aquél propósito de enseñar a pensar que parecía inherente a la educación se ha ido reemplazando por un enseñar desprovisto de espacios de reflexión, por un enseñar más próximo a la definición del DRAE que no es otra que la de “instruir, doctrinar, amaestrar con reglas o preceptos”, por un enseñar asimilado al proceso de depositar contenidos en la mente del alumnado (sí, la educación bancaria de la que nos hablaba Freire). Y todo ello a pesar de que aprender a pensar debería ser, sin duda, el principal objetivo y razón de ser de la educación. Sin esta habilidad difícilmente llegaremos a progresar de forma autónoma, a imaginar y crear mundos posibles, a cuestionar otros que no deberían existir y, en definitiva, a ser libres.
Aprender a pensar
Hay muchas maneras de aprender a pensar en contextos educativos y muchas razones para hacerlo, pero no me referiré a ellas en este artículo, entre otros motivos porque la literatura ofrece ya numerosas ideas (véanse, por ejemplo, clásicos como Cómo pensamos: Nueva exposición de la relación entre pensamiento y proceso educativo de John Dewey o títulos más recientes como los de la colección de SM que antes he mencionado). En su lugar, hablaré del tiempo para pensar, de la necesidad de tomarse y de brindar esos minutos o esas horas sin las que el pensamiento reflexivo, profundo y de calidad no son posibles.
¿Y por qué hablar del tiempo? Porque en la sociedad de la inmediatez, de la comida rápida y el aprendizaje rápido, de la multitarea y la (pretendida) eficacia, parece que no tenemos tiempo para pensar, empezando por los docentes, cada vez más dedicados a tareas administrativas y burocráticas y siguiendo por los estudiantes, atiborrados de contenidos cuyo fin último parece ser superar evaluaciones más preocupadas por la cantidad que por la calidad de lo aprendido cuando, en realidad, la investigaciones nos muestran que el pensar y el reflexionar son parte esencial del aprendizaje, y cuando esto significa que necesitamos tiempo para pensar –y para hablar– acerca de las ideas que suscitan los nuevos conceptos y la nueva información.
Thinking. heitere_fahne. Recuperado de https://www.flickr.com
En su libro titulado Time to Think: Listening to Ignite the Human Mind, Nancy Kline nos recuerda cómo cada vez más personas dicen “no disponemos de tiempo para pensar en lo que tenemos que hacer; estamos demasiado ocupados haciéndolo” cuando, en realidad, el tiempo dedicado a pensar es tiempo ganado para actuar más eficazmente. Esta autora introduce una idea que puede ser clave en contextos educativos: la creación de ambientes propicios para la reflexión. Además del tiempo, uno de los componentes fundamentales de esos ambientes es la igualdad. Otro es la escucha respetuosa y sin interrupciones. Otro es el evitar las conjeturas limitadoras. Otro es la apreciación. Llevado al contexto del aula (pero también al de las reuniones entre docentes o los claustros) esto significa que todos disponen de tiempo para pensar y para expresarse sin ser interrumpidos, mientras reciben una atención respetuosa e interesada por parte de sus pares.
¿Cuántas veces los docentes, en lugar de dejar que los estudiantes encuentren sus propias respuestas, ofrecemos las soluciones?
Pensemos ahora en nuestras clases, o en nuestras reuniones, ¿dejamos, realmente, tiempo para que las personas piensen y para que expresen sus ideas? ¿Somos capaces de escucharles sin interrumpir y sin interpretar lo que dicen? ¿Cuántas veces formulamos una pregunta en clase y si el alumno no contesta a la primera pasamos al siguiente, dando por sentado que no sabe la respuesta cuando, en realidad, está pensando? ¿Cuántas veces, incluso en las conversaciones cotidianas, cuando se produce un espacio de silencio nuestro interlocutor se disculpa y dice “perdona, estoy pensando”, dando por sentado que si no lo aclara podemos creer que se ha quedado en blanco o no tiene la respuesta? ¿Cuántas veces los docentes, en lugar de dejar que los estudiantes encuentren sus propias respuestas, ofrecemos las soluciones?
Las buenas ideas requieren de tiempo, de un tiempo exclusivo para pensar. Pero el pensar no parece hoy una actividad demasiado valorada. ¿Cuántas veces vemos a alguien inmóvil, con la mirada como perdida, y pensamos “no está haciendo nada”? ¿Cuánto tiempo dedicamos nosotros mismos a pensar? ¿Cuánto tiempo dejamos a nuestros estudiantes (dentro y fuera de la escuela) para pensar?
Intrinsic-Image. Sights from a rooftop. Recuperada de https://www.flickr.com
Si, realmente, como lo muestran investigaciones, congresos, cursos, libros y otras acciones que se han multiplicado en los últimos años, aprender a pensar es importante, quizá deberíamos entender que, más allá de esas interesantes técnicas y de las sugerencias metodológicas para fomentar el pensamiento crítico y creativo en la escuela, debemos comenzar por recuperar la posibilidad de dar y darnos tiempo para pensar, que las mejores respuestas no son necesariamente las más rápidas, que cuando “no hacemos nada” pueden surgir las ideas más interesantes. Y ahora que en muchos países comienzan las vacaciones de verano, quizá podemos plantearnos la posibilidad no solo de “pensar en las musarañas”, sino de acompañar a los otros en sus procesos de pensamiento aplicando los componentes de los que nos habla Nancy Kline. Puede que nos sorprendamos descubriendo cómo el descanso veraniego ha terminado por convertirse en una oportunidad para entender el valor del tiempo como factor clave para el pensamiento de calidad.
Andrea Giráldez es profesora universitaria, consultora, facilitadora de procesos de formación en soft-skills y directora de online learning en Growth Coaching Online