Cada vez que la educación se convierte en terreno de disputa, pagamos un precio: el de dejar de hablar de lo importante. En un momento en que el aprendizaje está íntimamente ligado al entorno digital, resulta imprescindible replantear con honestidad y mirada pedagógica el papel que juegan los dispositivos en el aula, especialmente en las etapas iniciales. ¿Debemos eliminarlos por completo o aprender a usarlos con criterio?

¿Analógico vs digital?

No se trata de enfrentar lo analógico con lo digital, ni de convertir la enseñanza en una experiencia centrada en la pantalla. La verdadera pregunta es otra: ¿cómo acompañamos a los estudiantes en el uso ético, crítico y eficiente de la tecnología desde los primeros años?

La respuesta pasa por una premisa ineludible: formar en competencia digital a toda la comunidad educativa. Si no se acompaña al profesorado ni se guía a las familias, lo digital se convierte en un terreno incierto, lleno de contradicciones y desconectado del proyecto educativo. El Marco de Referencia de la Competencia Digital Docente (INTEF, 2022) lo expresa con claridad: no basta con manejar herramientas; se trata de integrarlas en los procesos de enseñanza y aprendizaje desde una perspectiva pedagógica, ética y significativa.

La competencia digital no es un añadido. Es una de las competencias clave para el desarrollo integral del alumnado, reconocida por el sistema educativo español y por organismos internacionales como la UNESCO. En su Marco de Competencias de los Docentes en materia de TIC (2018), la UNESCO insiste en que los docentes deben ser capaces de seleccionar y aplicar tecnologías digitales adecuadas a sus objetivos educativos, adaptándolas al nivel de desarrollo del alumnado y al contexto específico del aula. No se trata solo de usar tecnología, sino de educar con ella, en ella y para ella.

La formación del profesorado es, sin duda, una pieza clave. Pero no es la única. También las familias necesitan acompañamiento, orientación y referentes claros. De lo contrario, el uso de la tecnología queda en manos del entorno familiar, sin criterios educativos, sin propósito y sin referentes éticos.

prohibición de la tecnología

La decisión

Tras más de quince años trabajando en entornos escolares, he podido comprobar que, en muchas ocasiones, las decisiones sobre la presencia o ausencia de tecnología en el aula no responden a una reflexión pedagógica profunda, sino a planteamientos preventivos o restrictivos que no siempre consideran las implicaciones formativas. Y eso resulta especialmente relevante cuando hablamos de etapas como Infantil y Primaria, donde sentamos las bases del aprendizaje autónomo, el pensamiento crítico y la alfabetización digital.

Además, el estudio de Palacios et al. (2025), confirma que la brecha en competencia digital docente no se debe únicamente a la falta de acceso a dispositivos, sino a una formación insuficiente en su aplicación pedagógica. Este déficit impacta directamente en el alumnado, generando desigualdades en su desarrollo digital y afectando la equidad educativa.

Por eso, prohibir dispositivos no puede ser la salida. Lo que necesitamos es formación, acompañamiento y criterios pedagógicos claros. Utilizar la tecnología de forma lógica, adaptada al contexto y vinculada a objetivos educativos concretos. No se trata de aumentar la exposición a las pantallas, sino de que esas pantallas, cuando se usen, tengan sentido y estén al servicio del aprendizaje.

La educación no puede renunciar a su tiempo. Si aspiramos a una escuela que forme ciudadanos capaces de habitar con sentido crítico el mundo en que vivimos, no podemos seguir actuando como si la tecnología fuese una amenaza a evitar. No se trata de suprimir, sino de educar. No se trata de prohibir, sino de enseñar a elegir.