Son numerosas las opiniones que coinciden en la necesidad de mejorar la Educación. Lo que se está enseñando en los centros educativos, ni recoge lo que dice la neurociencia, ni se esfuerza en incorporar las capacidades con las que se va definiendo el mundo en el que los estudiantes de hoy en día desarrollarán su vida adulta. De ahí que la sola pregunta de si hay que transformar la Educación sea en sí misma un doloroso síntoma de que vamos muy atrasados con los deberes.
Defender los derechos de la infancia
Hay muchos más indicadores de esa necesidad, unos estadísticos y otros más intangibles, pero todos se alinean impulsados por un mismo viento de cambio. Entonces ¿qué es lo que nos impide pasar a la acción antes de que el alumnado vea disminuir o incluso desaparecer sus oportunidades de futuro? Me temo que la respuesta no está en tal o cual método educativo. Ideas hay de sobra, en cantidad y calidad, pero ni siquiera esa abundancia ha servido hasta ahora de detonante. La respuesta tampoco está en lo que se dice, sino en lo que se calla.
Lo que callamos es (principalmente) que los intereses que defendemos los agentes con responsabilidad educativa no son tanto los de la infancia como los particulares de cada uno. No hace falta ir señalándolos porque todos somos plenamente conscientes de esta realidad. Cada agente educativo, ya sean familias, profesores, empresarios del sector, funcionarios o políticos, encarnados en las asociaciones que los representan (AMPAS, sindicatos, patronal o partidos), se comportan como cualquier grupo, defendiendo su territorio y pretendiendo que el problema no es tal mientras no haya conflicto.
Desengañémonos, ¿qué nos hace pensar que la Educación sea el único ámbito en el que se pueda demorar sin consecuencias graves el efecto del cambio de paradigma a nivel global? ¿A quién beneficia realmente esa inacción? Porque está claro que a los estudiantes les perjudica. La pregunta que tenemos que formular (a nosotros, a todos) no es por qué transformar ahora nuestro modelo educativo sino por qué no hacerlo. En una época de cambios toda inquietud, incluso miedo, es comprensible, pero no es aceptable. Y no lo es porque el futuro con el que nos hemos comprometido como educadores es el de quienes no tienen más opción que confiar en nosotros. No puedo pensar en una forma más dañina de corrupción que defraudar esa confianza.
Adultos reeducados
Ahora es cuando necesitamos no sólo el consenso sino incluso el mestizaje o, al menos, el diálogo transparente, sincero y sin murallas. El nuevo modelo no surgirá de posiciones defensivas sino de atrevernos a salir a descubierto, que es salir a descubrir. Quizás para ese descubrimiento se necesite un cambio educativo que abra un nuevo debate: el de nuestra propia reeducación, la de los adultos que decidimos hoy el mañana de los niños. Se lo merecen.