Hablamos fácilmente de nativos digitales como si los niños y niñas del siglo XXI naciesen en la red, cuando lo cierto es que nacen, como todo el mundo, como hijos de un deseo humano, el de sus progenitores. Esta aclaración no es banal puesto que indica que no son ellos los que traen consigo los gadgets que luego invaden sus vidas, sino sus madres y padres; los adultos que los cuidan. De ellos reciben esos objetos y no solo eso, sino que son ellos los que los animan a usarlos y a disfrutar siguiendo el modelo que los propios adultos tienen.
Ellos gozan mirando y siendo mirados, hablando y haciéndose escuchar, reteniendo y expulsando. Sus influencers adultos los aleccionan haciéndoles fotos ya antes de nacer, grabando vídeos con ellos, incluso subiendo a la red y difundiendo por todos los modos posibles esas simpáticas imágenes de sus cachorros. Los adultos les precedemos en nuestra condición de exhibicionistas y voyeuristas, cada uno según su estilo y pasión.
En diversas investigaciones (un ejemplo detallado puede verse en el libro ‘Del Padre al iPad. Familias y redes digitales’) hemos constatado cómo los hábitos tecnológicos de los progenitores encuentran fácil eco en los hijos e hijas que captan ese interés y los estimula a repetir esas prácticas.
Las expectativas virales frente a la realidad
Estas infancias exhibidas (a veces hasta el infinito y más allá) concluyen en la adultez, atravesando antes esa delicada transición a la que se refería el escritor Víctor Hugo que es la adolescencia. Allí ya se manifiesta una primera queja y una confrontación sobre el uso de los gadgets. Unos quieren decidir qué cuelgan, dónde y cómo (aspiran a que sus madres y padres no lo vean todo) y los otros vacilan y se resisten antes de ceder el mando y el control de esa exhibición. Por otra parte, esa huella digital sigue allí y muchos adolescentes la continúan incrementando, ya por su cuenta.
Aunque todavía es pronto para evaluar todas sus consecuencias, ya conocemos algunas que, como es lógico, no se diferencian mucho de las otras infancias exhibidas predigitales (artistas precoces, estrellas infantiles). Para algunos, esa imagen virtual de la infancia y adolescencia los deja atrapados en unas expectativas que han caducado o no se han realizado nunca. Todo ese reconocimiento que recibieron, para unos solo en el ámbito familiar y para otros pocos en público y muy viral (youtubers, influencers juveniles, tiktokers), se evapora, y eso los desorienta a la hora de afrontar su propia adultez.
Por eso, en los casos más graves, vemos surgir ese sentimiento de soledad intenso, reverso de su éxito anterior, que los conduce a conductas extremas: suicidio, consumos abusivos, violencia sexual. Para los casos más leves y más habituales, esa sobreexposición se presenta con otros malestares como trastornos de la conducta alimentaria, insomnio, bajo rendimiento académico, episodios de aislamiento social, autolesiones.
Son, en definitiva, respuestas a la angustia ante la falta de una respuesta clara a la pregunta sobre su valor, para sí mismos y para los otros: ¿qué soy yo en el deseo del otro, más allá de esa imagen viralizada?